Richard Oribe, pasión, coraje y felicidad en el agua

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Sus 135 medallas internacionales y ocho oros, seis platas y dos bronces en seis Juegos Paralímpicos convierten al donostiarra en el mejor nadador con parálisis cerebral de la historia. Su huella es indeleble.

Jesús Ortiz / dxtadaptado.com

Ya sea bajo un sol reluciente o con el cielo acolchado de nubes, Richard Oribe no suele perdonar sus paseos en triciclo por La Concha, allí donde la tierra dorada besa las olas de la Bahía. Al mismo tiempo percibe la brisa marina y el cariño y admiración de sus vecinos de Donostia. “Se siente como el Papa, siempre saludando a la gente”, dice riendo Rosa Lumbreras, su madre. Hace cuatro años abandonó la alta competición, pero su huella en la natación es eterna. El donostiarra, pura pasión, coraje y felicidad en el agua, es considerado el mejor nadador con parálisis cerebral de la historia. Sus vitrinas así lo avalan: 135 medallas internacionales y 16 metales (ocho oros, seis platas y dos bronces) en seis Juegos Paralímpicos.

Richard dando sus primeros pasos.

Una leyenda que desde su nacimiento desafió al destino que los médicos le auguraron. Estuvo a punto de fallecer tras el parto ya que se había ahogado. Consiguieron reanimarle, pero 12 horas después convulsionó y estuvo agonizante. “Su vida pendió de un hilo, pero logró salir adelante. No nos daban esperanzas y nos decían que sería un vegetal, que no hablaría, no comería ni andaría”, rememora su madre. La falta de oxígeno en el cerebro le dejó también sordera y falta de equilibrio y coordinación. Pero la porfía y la constancia de su familia lograron alterar ese escenario sombrío.

“De niño lo estimulamos mucho, trabajábamos con él mentalmente con juegos didácticos. Tenía buena cabeza, era listo, en pocos minutos armaba un puzzle”, asegura Rosa. Su padre, Gonzalo Orive, que fue campeón de España en remo, construyó unas paralelas en la terraza de casa y lo motivaban a dar sus primeros pasos situando al final de ellas una torre de yogures. Ese loable afán de superación lo trasladó a la piscina, en la que sus limitaciones se evaporaban con cada brazada. Antes había probado otras modalidades, como lanzamiento de peso, ciclismo o fútbol, siendo portero en un equipo de ASPACE.

Pero lo suyo era la natación. “En el agua era un pez, no se le notaba nada la discapacidad, tenía una técnica maravillosa. Se sentía libre, era su mundo. Era un morlaco, delgado y alto, cuando en 1988 fue a su primer Campeonato de España en Córdoba. A partir de ahí se puso a trabajar y ya no paró”, prosigue su madre. Con 18 años fue llamado para ir a los Juegos Paralímpicos de Barcelona’92: “Al principio le quisieron llevar para competir en triciclo, pero se negó, no le convenció la idea ya que decía que tenía muchos kilómetros para entrenarse y no iba a mejorar”. En la Ciudad Condal, el no poder oír le pasó factura, ya que el donostiarra se lanzaba antes o después de que sonara el silbato. “Richard implantó lo de salir con luz para guiarse, fue un pionero”, dice Rosa. No pudo pasar a la final en las tres pruebas que disputó.

Tres años más tarde se colgó las primeras medallas internacionales en el Europeo de Perpiñán (Francia) con dos oros y dos platas. A raíz de entonces su idilio con el podio se alargó durante dos décadas. Aquello fue el preludio de su primer gran éxito en unos Juegos, ya que logró tres oros y una plata en Atlanta’96. Poco después llegó Javier de Aymerich, su alter ego, el hombre que ha caminado en paralelo a su exitosa trayectoria. “Nunca lo había visto por Guipúzcoa, no sabía quién era y acababa de ser campeón del mundo en Nueva Zelanda. Durante un curso que di escuché por primera vez su nombre a través de dos alumnos. ¿Y dónde lo tenéis escondido?, pregunté”, relata el técnico vasco.

Se interesó por él y crearon el Club Konporta para sacarle el mayor rendimiento. “No tenía ni idea de lo que tenía entre manos, cuáles eran sus límites y aprendimos a base de ensayos-errores. Había gente que me decía que una persona con parálisis cerebral no podía entrenar más de dos días a la semana porque se fatigaba. Richard aguantaba todo lo que echaba, me pedía hacer lo mismo que el resto de nadadores. Es una persona muy comprometida, disciplinado y exigente consigo mismo, disponía de gran espíritu de superación e intentaba pulir cualquier aspecto para ser mejor”, añade. Las medallas y los récords del mundo -logró 48 en su carrera- fueron cayendo en cascada. Fiero, tenaz y estoico, nadie le frenaba en el agua.

Alcanzó el súmmum en los Juegos de Sídney 2000 con cuatro preseas doradas y seis plusmarcas mundiales. “Ganó en relevos, en 100 y en 200 libre. Nunca había ganado una prueba de 50 metros y en la final, me dijo que conseguiría el oro como regalo de cumpleaños para mí. Cumplió su palabra y se llevó la victoria”, admite. En Atenas 2004 sumó una plata y un bronce, mientras que en Pekín 2008 se colgó un oro y tres platas. “Estuvo a punto de no ir a esos Juegos, lo quiso dejar. De tanto estar en la piscina se ponía malo de la garganta muchas veces y a él no le entraba en la cabeza que las horas perdidas se podían recuperar. Al final le convencimos”, añade Rosa. De China conserva uno de los momentos más felices de su trayectoria, el oro en 200 libre con récord del mundo, que estuvo vigente hasta el año pasado.

“Ahí ya había mejorado su capacidad comunicativa gracias al implante coclear, ya podíamos mantener una conversación con más palabras. Antes buscábamos un lenguaje entre signos y dibujos. Lo que jamás cambió fue su sonrisa, es de las cosas que más me impactó de él. Transmitía una felicidad que contagiaba a todos. Jamás le vi discutir, aunque sí sacaba su rabia cuando no le salían bien los tiempos en los entrenos”, matiza De Aymerich. Sus sextos y últimos Juegos fueron en Londres 2012, donde sacó una plata y un bronce. Pudo llegar a los de Río de Janeiro 2016, pero “no se veía feliz para competir”.

Dejó de nadar en la élite hace cuatro años en el Europeo de Funchal, donde se despidió entre vítores y abrazos de sus compañeros. “Será muy difícil que vuelva a aparecer un nadador tan completo como Richard en la categoría S4”, opina su entrenador. Le han llovido reconocimientos, como la Medalla de Oro al Mérito Deportivo o el Tambor de Oro de San Sebastián en 2018, su premio más preciado. “Es lo más grande para él”, insiste su madre. Desde su retirada, Oribe ocupa su tiempo con sesiones con el logopeda, viendo competiciones de natación en el ordenador, dando charlas en colegios, paseando con su triciclo por los bidegorris de Donostia y nadando. Le encanta estar con los más pequeños en el Club Konporta, entrenarlos y transmitir su sabiduría y positividad. Junto al bañador, él siempre se viste con su eterna sonrisa, que es el claro ejemplo de cómo se puede salpicar competitividad, diversión y éxitos.

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