El encendido del pebetero en el estadio Montjuic le dio fama, pero su legado va más allá. Fue uno de los arqueros más laureados, ganó tres preseas en Juegos Paralímpicos, un oro europeo y varias medallas con el equipo español olímpico.
Jesús Ortiz / dxtadaptado.com
Barcelona, 25 de julio de 1992. 22:40 horas. La antorcha de Juan Antonio San Epifanio ‘Epi’ prendía la llama en la flecha con la que Antonio Rebollo, con gesto hierático y al compás de ‘The Flaming Arrow’ -la música de Angelo Badalamenti- iluminaba el pebetero del Estadio Olímpico de Montjuic y alcanzaba el corazón de varias generaciones. A ojos del mundo el arquero madrileño dejaba un rastro imborrable en la historia del olimpismo, pero su legado va mucho más allá de aquel lanzamiento que alumbró el cielo de la Ciudad Condal para inaugurar unos Juegos que significaron el ‘Big Bang’ del deporte español, su despegue definitivo. Aquello le dio fama, aunque eclipsaba una intachable trayectoria. “Me jode que me conozcan solo por eso, pero estoy orgulloso”, admite.
Hasta los diez años se vio obligado a caminar con la ayuda de incómodos aparatos ortopédicos. La temida poliomielitis con la que convive desde los ocho meses le afectó las piernas, de forma más severa a la derecha. Aquello fue un acicate para superarse y el deporte jugó un papel decisivo en su recuperación. “Probé distintas modalidades, escalada, judo, natación y gimnasia en general, estaba muy fuerte del tren superior. Y apareció el tiro con arco por casualidad, cuando escuché una información por la radio. Cuando agarré el arco me enganchó, me hacía sentir igual que los demás pese a mis problemas físicos”, asevera.
Empezó a pulir su precisión en el campo de la plaza Elíptica de la capital madrileña y al poco tiempo se hizo un hueco en el equipo nacional absoluto. “Entrenaba y competía con gente sin discapacidad. Mi primera competición fue en el Trofeo Villa de Madrid, recuerdo que iba vestido de blanco impoluto y gané la prueba. El premio era una figura de un arquero hecho de clavos. Me marché a casa con una sonrisa de oreja a oreja”, confiesa. Su primer gran logro llegó en los Juegos Paralímpicos de Nueva York’84, donde vertió su talento y temple para conquistar una plata.
“Tenía una buena forma física y una técnica depurada que la aprendí a base de mirar al resto porque no teníamos entrenadores. La prueba fue dura, pero me salió bien. Fue un evento especial y una experiencia alucinante porque no había viajado nunca, era mi primera salida y rodeado de tanta gente de diferentes culturas e ideologías políticas, eso me chocó”, cuenta. Cuatro años después subió otra vez al podio, aunque en esta ocasión con un bronce en Seúl’88. “Se dio un salto importante en el trato al deportista con discapacidad, los asiáticos son muy disciplinados y eso se notó en la organización. Estuvimos alojados en la misma villa que los olímpicos, sin embargo, mi deporte no se celebró en las mismas instalaciones e improvisaron un campo cuyo acceso y entorno no eran lo más idóneo”, relata.
Su nombre no apareció en el panel de puntuaciones hasta el tercer día de competición debido a un error en la clasificación funcional del madrileño, ya que al parecer le habían incluido en el grupo de tiradores en silla de ruedas. Una vez solventado el fallo, Rebollo cazó la medalla. “No solo tenías que luchar contra las condiciones atmosféricas, el formato era muy diferente, una salvajada, cuatro rounds con dianas situadas a 90, 70, 50 y 30 metros. Mis éxitos venían por el aspecto mental, sabía aguantar bastante la presión”, recalca.
Un disparo para la historia
Al año siguiente, con viento huracanado y lluvia en Helsinki (Finlandia) volvió a exhibir serenidad y regularidad para proclamarse campeón de Europa. Por aquel entonces sus manos de ebanista ya llevaban varios años tallando maderas. “Empecé con 13 años en una carpintería que había cerca de casa. También he trabajado como albañil, jardinero o mecánico”, admite. Un día frío de invierno de 1990 su vida cambió de rumbo cuando le propusieron participar en Barcelona en un casting para lanzar la flecha en la ceremonia de apertura de los Juegos.
“Tuve que firmar un documento de confidencialidad y me llevaron a una zona rural del Valle de Hebrón. Cuando llegué, aquello parecía una batalla medieval, más de 200 arqueros tirando flechas en un cerro. Cuando todos terminaron llegó mi turno. Fueron dos disparos, el primero impactó en la diana y el segundo dio en el centro. Me dijeron que era la persona que estaban buscando”, explica. Al poco tiempo le presentaron a Reyes Abades, ‘rey’ español de los efectos especiales en el cine y ganador de nueve Goyas. “Le dije que necesitábamos un arco lo más rústico posible, de caza, porque tiene más potencia que uno olímpico y era el único capaz de impulsar aquellas flechas que pesaban mucho más que las normales. Nos trajeron tres desde Estados Unidos”, especifica.
Durante medio año viajaba en avión cada fin de semana a Barcelona. De noche y bajo una sensación de clandestinidad entrenaba en el foso del castillo de Montjuic, tirando flechas en llamas que le dejaron “pelado” el brazo izquierdo por las quemaduras. “Con el paso de los días aquello cambió y parecía una feria, llegaban autobuses llenos de turistas para vernos lanzar hacia una enorme grúa de obra que tenía una estructura de tubos metálicos y una tela que había que sobrepasar. Y bajo todo tipo de condiciones adversas, con falta de iluminación, lluvia o potentes ventiladores que simulaban el viento”, recuerda.
Unos meses antes del gran día pisó el Estadio Olímpico para ensayar: “En una ocasión metí la flecha en el pebetero. Pero durante la ceremonia habría sido una temeridad por el peligro que entrañaba”. Hasta dos horas antes de entrar en escena no supo que él era el elegido -Joan Bozzo era el otro candidato-. Ante 50.000 personas que abarrotaban un estadio a oscuras y 3.500 millones de espectadores que seguían el evento por televisión, Rebollo, impávido, recibió la llama olímpica de ‘Epi’. En su cabeza, 12 segundos, el tiempo que tenía para girarse, situarse, tensar el arco, apuntar y soltar el icono puntiagudo, que tardó menos de dos segundos en recorrer 86 metros hasta el pebetero, con 67 metros de altura. De sus brazos al haz de gas para que prendiera la llama.
“Nunca se me pasó por la cabeza que podía fallar, no podía lanzar antes ni después porque se apagaba. Salió como lo teníamos planeado, funcionó la coordinación con el compañero que activaba el mecanismo del encendido tras el paso de la flecha. Ahora me controlo más, pero me molesta un poco que la gente siga diciendo que aquello fue una farsa. Por más que lo explique, no lo quieren entender”, clama. Volvió a repetirlo unas semanas después en los Juegos Paralímpicos, “aunque desmereció mucho porque fue por la tarde”.
Medalla de plata por equipos
La preparación de la ceremonia le pasó factura en la competición, siendo octavo en individual y plata por equipos junto a José Fernández y José Luis Hermosín. “Debí sacar medalla sin problemas, pero me salió mal, estaba un poco quemado. Era un deportista de élite, me preparaba todos los días en la Residencia Blume y había perdido un año de entrenamientos, me perjudicó porque también me truncó las opciones de formar parte de la selección olímpica de Barcelona’92, que ganó el oro”, dice con resignación este madrileño de San Blas, que cuenta en su palmarés con dos platas europeas por equipos, además de nueve títulos de campeón de España.
También lamenta no haber sacado rédito económico, pero nadie le quita la satisfacción de haber protagonizado un momento único: “Lo mejor es el orgullo de haber hecho algo histórico y el calor de la gente, me reconocían en cualquier país. Y lo peor, que los organismos y federaciones me dieron la espalda y se olvidaron de mí cuando ya me habían usado lo suficiente. Ya no volví a ser el mismo, ni siquiera entre mis compañeros, que me llamaban el ‘incendiario’ de Barcelona”. Bajó el telón al año siguiente con una plata en el campeonato de España y después se dedicó a fomentar el deporte, a dar clases y a realizar exhibiciones con aquel arco de caza que guarda a buen recaudo.
“Es patrimonio de mis dos hijos, cuando ya no esté en este mundo pueden hacer con él lo que quieran”, manifiesta. Se desvinculó por completo de la disciplina que tantas alegrías y desilusiones le había dado tras lograr en la República Checa el oro mundial en 2009 como seleccionador del equipo paralímpico formado por Antonio Sánchez, José Manuel Marín y Juan Miguel Zarzuela. “Me echaron y no me dieron ninguna explicación. Me han dado muchos palos, es una pena que el deporte esté tan politizado. Acabé cansado y ya no quiero saber nada del tiro con arco”, añade.
La última vez que lanzó una flecha fue el año pasado en Valencia para la promoción de un arroz junto al tenista David Ferrer. Hoy cumple 65 años y ha pedido prorrogar su jubilación para continuar refugiado entre cinceles, cepillos y maderas en la base aérea de Torrejón de Ardoz: “Mi mujer sufre esclerosis y puedo parecer un cobarde, pero me volvería loco si estoy todo el día atado en casa. Aun habiendo sido fuerte mentalmente en competición, su enfermedad me debilitó y necesito mis horas de trabajo para evadirme”. Con los mismos dedos que disparaba flechas certeras continúa esculpiendo la madera con esencia de genio. Antonio Rebollo, un laureado arquero con alma de ebanista.
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